EL OBISPO DE SANTANDER
al clero y fieles de su amada diócesis
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Venerables hermanos y amados hijos:
Con el corazón oprimido de dolor me dirijo á vosotros con ánimo de consolaros y de buscar consuelo á nuestra común pena, que es inmensa.
Lo han visto nuestros ojos: pero la pluma no puede escribirlo. Una pirámide de fuego, que se elevaba sobre las más altas torres; un estruendo como de terremoto en que la tierra se abre, y densa nube de humo que esparció en un radio de cinco kilómetros menuda lluvia de carbón de piedra, fueron las señales de la horrible catástrofe. El fuego de un buque que ardía, prendió ayer, a las cuatro y media de la tarde, en las cajas de dinamita de que era portador, y al impulso de la horrenda explosión, el buque saltó en mil pedazos, extendiendo la desolación y la muerte en nuestra ciudad predilecta.
En el muelle, en que poco antes multitud de personas de todas las clases sociales presenciaban las maniobras con que, bajo la dirección de las autoridades, se procuraba atajar el incendio, no se veía luego otra cosa que cadáveres mutilados; ni se oía más que los ayes lastimeros de multitud de heridos. No es posible todavía saber el número de víctimas, porque muchos han sido sepultados en el mar; pero según cálculos prudentes no bajarán de trescientos, ni de algunos cientos los heridos. El luto ha penetrado en la mayor parte de las casas, y la consternación es general.
¿Quién ha tenido la culpa de este acontecimiento tristísimo, cuya memoria será perdurable? No es hora de entrar en averiguaciones, sino más bien de verter copiosas lágrimas y de orar; pero no será fuera de propósito advertir que la imprevisión y la codicia han podido tener no pequeña parte.
Las ideas naturalistas se van apoderando del espíritu de muchos; y no teniendo para nada en cuenta la dignidad del hombre ni la inmortalidad de su alma, parece que les importa poco que algunos perezcan, con tal que pueda esperarse la vil ganancia de un puñado de oro. En esta ocasión, si alguno hubo culpable, ha pagado la pena de su culpa. Tengamos compasión también de ellos, y lloremos nuestros infortunios.
Lloremos por los muertos; pero lloremos principalmente por nuestros pecados; pues si el primer pecado fue el que armó el brazo de la ira de Dios y es el origen de todas las calamidades, ¿no serán los pecados propios la causa moral de nuestra presente tribulación? El Señor ha dicho que no caerá un cabello de nuestra cabeza sin la permisión de nuestro Padre Celestial, ¿y vendrá la muerte á segar nuestras vidas sin que sea ordenado por su adorable Providencia?-Justo es el Señor, y nada hace sin equidad y justicia; rectísimos son sus juicios, aunque impenetrables á la débil razón humana. Adoremos, pues, en silencio lo que no podemos comprender, y examinemos si las blasfemias y otros pecados públicos que se consienten, ó los nuestros de que no nos hemos arrepentido, pueden haber provocado su justo enojo; y acaso entenderemos cómo la tribulación presente viene á ser mensajera de su justicia y de su misericordia.
De justicia, porque dando el premio á los que lo hayan merecido, nos sujeta á la prueba del dolor; de misericordia, porque purificándonos con las tribulaciones, nos dispone á su gracia y amistad.
Entremos, pues, en cuentas amadísimos míos; y aceptando con humilde sumisión las adorables disposiciones del Altísimo, hagamos penitencia de nuestros pecados, considerando cuán fácilmente se puede perder; y entendemos de vivir de modo que, aunque la muerte venga de improviso, nos halle preparados para entrar en la vida eterna. A las lágrimas de la penitencia está prometido el divino consuelo; y, así consolados, podremos acercarnos llenos de confianza a los pies del Señor, para alcanzar con nuestras oraciones el eterno descanso de los que fallecieron en su amistad.
La oración por los muertos es lazo misterioso que nos une con ellos cuando están en el purgatorio. La oración del justo sube hasta el trono de Dios, y la misericordia desciende cual copioso rocío, que mitiga el ardor de la pena y abrevia el tiempo de la expiación. La oración es además el bálsamo que suaviza las penas del alma. El que ora inclina hacia si la bondad del Señor, que ha prometido escuchar las preces del justo, y sacarle de la tribulación: el Señor le hace ver que la cruz es el camino del cielo y le da fuerza para llevarla hasta el fin.
Oremos, pues, amados míos: oremos; y á los pies de Jesús se unirán á las vuestras las preces que con vosotros y por vosotros ofrece vuestro Prelado: allí oiremos la voz de Dios; y renacerá en nosotros la dulce esperanza de días mejores: allí descorriéndose el velo de nuestra tristeza, veremos la divina luz que nos muestra risueño el día de la eternidad; y, alentados por la voz del Padre que nos llama y nos guía, volveremos al trabajo para hacer en todo su santa voluntad.
Cuando hayan pasado estos primeros días de estupor, y vuestro espíritu recobre la calma, y se hayan reparado en la Catedral los desperfectos causados por la explosión, yo os invitaré á celebrar solemnes exequias por todos los fenecidos.
Entre tanto no dudéis que vuestro Prelado, como os he visitado para llorar con vosotros y llevaros sus débiles consuelos, así está siempre á vuestro lado, dispuesto á hacer en vuestro obsequio cuanto le sea posible para aliviar vuestras amarguras e infortunios é implorar para todos la bendición de Dios, que ahora os da en el nombre del Padre ┼ y del Hijo ┼ y del Espíritu ┼ Santo. Amén
Santander 4 de Noviembre de 1893.
V. Santiago, Obispo de Santander.
Del «Boletín Escolástico» extraordinario.
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